La oración profunda




25 de junio de 2017

“Queridos hijos: Hoy quiero agradecerles por su perseverancia e invitarlos a abrirse a la oración profunda. Hijitos, la oración es el corazón de la fe y de la esperanza en la vida eterna. Por eso, oren con el corazón hasta que su corazón cante con gratitud a Dios Creador que les ha dado la vida. Yo estoy con ustedes, hijitos, y les traigo mi bendición maternal de paz. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”



La confianza y la humildad en la oración

Nuestra Madre Santísima nos educa en los caminos de la oración. Nos señala el principio y el fin con claridad: “HACED LO QUE EL OS DIGA”  (Jn 2, 5). Entonces, reconociendo nuestra fragilidad e indigencia espiritual, en los brazos maternales y el Corazón Inmaculado de nuestra Madre nos acercamos a Jesús. Y en el Señor podemos reconocer los rasgos de un verdadero Hijo que ora verdaderamente con el corazón al Padre Dios.
Jesucristo, siendo el Sume y Eterno Sacerdote, ejerce una función orante, según la cual glorifica al Padre e intercede sin cesar por los hombres presentando «oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas» (Heb 5,7; Jn 17,4.15.17). La alabanza y la súplica, el gozo, la tristeza, y hasta el sudor de sangre, nos describen una oración que se constituye en una verdadera vida de entrega,  donación y pertenencia, en palabras, gestos, alma para Dios, que es su Padre, entregándose totalmente al designio Divino: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22,42).
No se trata de sensaciones, estados de ánimo o impulsos meramente humanos. La oración, entendida como la elevación del alma a Dios, como “un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría (Santa Teresa del Niño Jesús), solo es posible por que se nos ha otorgado el Espíritu Santo (Rom. 8, 15).
Podemos invocar a Dios como “Padre” porque Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Lo que el hombre no puede concebir ni los poderes angélicos entrever, es decir, la relación personal del Hijo hacia el Padre (Jn 1, 1), he aquí que el Espíritu del Hijo nos hace participar de esta relación a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (1 Jn 5, 1). (Catecismo de la Iglesia 2780).
La oración es, por lo tanto, una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo que brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre.
No es posible ni se desarrolla, sin la base de la “humildad”, que es la disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermón 56, 6, 9).
La oración profunda no la alcanza un corazón soberbio, ni es prende y ropaje de un alma vanidosa. No es refresco ni sustento del  ambicioso ni del veleidoso.
“Conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de “este mundo”. La humildad nos hace reconocer que “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”, es decir “a los pequeños”. (Mt 11, 25-27)
De tal manera que haciéndonos como niños, mirando a Dios y sólo a Él, el alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable (San Juan Casiano, Conlatio 9, 18), hasta que el corazón cante con gratitud a Dios Creador que les ha dado la vida.


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