25 de octubre de 2017
"Queridos hijos, en este tiempo de gracia los invito a que sean oración. Todos ustedes tienen problemas, aflicciones, sufrimientos e inquietudes, que los Santos sean para ustedes modelo y exhortación a la santidad. Dios estará cerca de ustedes y serán renovados en la búsqueda por medio de su conversión personal. La fe será esperanza para ustedes y la alegría comenzará a reinar en sus corazones. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!"
En el trance del dolor las fuerzas humanas son puestas a prueba, y las capacidades físicas, psicológicas y espirituales quedan abatidas, muchas veces rendidas y confundidas. La aflicción padecida, física y corporalmente, se percibe como una experiencia intransferible que no encuentra muchas veces, ni la acogida, ni la comprensión necesaria para la situación vivida. Pero, al experimentar la necesidad de auxilio y al menos de contención, el corazón aislado necesita salir de sí mismo, para buscar no solo el refugio sino un consuelo solidario, con su dolor, y que sea ungüento para las heridas que necesitan sanar.
Es en la auténtica oración, donde un corazón contrito y humillado, reconociendo su propia fragilidad y dolor, contempla como sale a nuestro encuentro Aquel que asumió la condición “de siervo haciéndose semejante a nosotros”, menos en el pecado (Flp 2, 6-11), abrazando nuestra cruz, padecimiento y viviéndolo con toda la intensidad posible, para que pueda transformarse en pascua y gozo, lo que antes era agonía y muerte.
La oración hace que nuestros problemas y aflicciones sean un lugar privilegiado de encuentro con el Señor, en el que la plenitud de la comprensión y la solidaridad se expresen en la palabra “redención”.
Cristo se humilla y hace dolor crucificado para asemejarnos con Él en su amor salvador, que “hace nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5), en el diálogo de las heridas y lágrimas con las súplicas humildes y constantes.
Nuestra Madre nos enseña que nuestros sufrimientos son una oportunidad de conversión, de purificación, de ejercicio de la fe y de abandono, para experimentar la alegría de la confianza.
Esta es la alegría de los bienaventurados y de los santos que llegaron a reconocer que, por el camino de las dificultades, “aflicciones, sufrimientos e inquietudes”, nos encontramos necesariamente con una Madre que socorre y consuela, llevándonos en sus brazos puros, santos y bondadosos, al encuentro de su Hijo, para sanar nuestras heridas y regalarnos el gozo de la misericordia.
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