No hay Pentecostés sin la Virgen María
Mensaje 9 de Junio 1984
“¡Queridos hijos! Mañana por la noche (Fiesta de Pentecostés) oren para recibir el Espíritu de la verdad, en particular ustedes los de la parroquia. Porque les es necesario para que puedan transmitir los mensajes así como son, sin agregar ni quitar nada, tal y como Yo se los doy. Oren para que el Espíritu Santo les infunda el espíritu de oración. Yo, como su Madre, me doy cuenta que ustedes aún oran poco. Gracias por haber respondido a mi llamado! ”
Dice San Juan Pablo II que “El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito: María implora "con sus oraciones el don del Espíritu". Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo”.
“Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo”.
Benedicto XVI ha señalado que “no hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María“ (Regina Coeli 23-5-2010). Y es que María, por su profunda humildad y su amor virginal, se ha convertido en Esposa del Espíritu Santo. Por su fe, esperanza y caridad, María es tipo de la Iglesia. Ella está tan vacía de sí misma y tan llena de amor a la voluntad de Dios, que el Espíritu Santo se complace en inundar continuamente su alma y escuchar sus ruegos por la Iglesia naciente.
La oración con María para invocar al Espíritu Santo no es algo que pertenezca al pasado. El Papa Benedicto afirma que “en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu”
María ora con la primera comunidad. Ella, maestra de oración, siempre dócil a la suave voz del Paráclito, enseña a los discípulos a esperar con confianza al Don que viene de lo alto: el Espíritu prometido por Jesús como fruto de su muerte y resurrección. Así como en la Encarnación el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, ahora, en el Cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo Místico, que es la Iglesia.
A diferencia de los que se hallaban presentes en el cenáculo en trepidante espera, ella, plenamente consciente de la importancia de la promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14, 16), ayudaba a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.
Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.
Durante esa oración en el cenáculo, en actitud de profunda comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.
María tiene conocimiento y experiencia de la acción del Espíritu Santo, puesto que al poder creador del Divino Fuego de Amor, debe Ella su maternidad virginal. Pero “era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, en vista a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada.
Pentecostés es quizá una de las fiestas donde más resplandece el auténtico Espíritu Mariano. Impulsada por el Espíritu Santo, del que Ella es la obra maestra, María nos conduce a la espera y al encuentro del Señor. En Caná de Galilea, el Espíritu habla en la voz maternal, cuando dice a quienes sirven en las bodas: “Haced todo lo que El les diga”.
La fiesta de Pentecostés nos ayuda descubrir el verdadero sentido de la oración con María, aprender a conocer mejor, a amar mejor, a seguir mejor a su Hijo. Ella lo expresa en el Magnificat: “El Señor hizo en mí maravillas”.
Tal enseñanza, contenida en la fe de la Iglesia, y expresada por la oración colectiva (lex orarsdi, lex credendi), está fundada en la Escritura y en la Tradición. En efecto, ya en su vida sobre la tierra, aparece María en la Escritura como distribuidora de gracias. Por ella santifica Jesús al Precursor, cuando visita a su prima Santa Isabel y entona el Magnificat. Por ella confirma Jesús la fe de los discípulos de Caná, concediendo el milagro que pedía. Por ella fortaleció la fe de Juan en el Calvario, diciéndole: "Hijo, ésa es tu madre." Por ella, en fin, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, ya que María oraba con ellos en el Cenáculo el día de Pentecostés, cuando el divino Espíritu descendió en forma de lenguas de fuego (Hech, 1, 14).
Mensaje, 2 de octubre de 2012
“Queridos hijos, os llamo y vengo entre vosotros porque os necesito. Necesito apóstoles con un corazón puro. Oro, y orad también vosotros, para que el Espíritu Santo os capacite y os guíe, os ilumine y os llene de amor y de humildad. Orad para que os llene de gracia y de misericordia. Solo entonces me comprenderéis, hijos míos. Solo entonces comprenderéis mi dolor por aquellos que no han conocido el amor de Dios. Entonces podréis ayudarme. Seréis mis portadores de la luz del amor de Dios. Iluminaréis el camino a quienes les han sido concedidos los ojos, pero no quieren ver. Yo deseo que todos mis hijos vean a Mi Hijo. Yo deseo que todos mis hijos experimenten Su Reino. Os invito nuevamente y os suplico: orad por aquellos que Mi Hijo ha llamado. ¡Os doy las gracias! ”
Pbro. Patricio Romero
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